Hace 30 años empecé mi peregrinaje por las islas que componen el archipiélago Juan Fernández. Desde niño quise habitar los promontorios ultramarinos que alguna vez cobijaron al más célebre náufrago – Alexander Selkirk – y bajo esa premisa zarpé desde el puerto de Valparaíso en febrero de 1993, con la secreta intención de quedarme allí al menos dos semanas.
Mi equipaje consistía básicamente en una carpa, algunos víveres y mi cámara fotográfica. Sin embargo, mi sorpresa fue grande al caer en cuenta de la cantidad de días que permanecí en dicho territorio insular: estos ya sumaban dos meses.
Así partió mi profundo amor por estos espacios ultramarinos.
Mucho tiempo ha transcurrido desde ese primer viaje, pero cada vez que comienzo a recapitular las sensaciones que experimenté en esa inicial travesía, invariablemente llego a un hecho anecdótico. La primera persona que me saludó cuando desembarqué en el muelle de San Juan Bautista fue Pedro Niada; a ese simple acto de saludar y enarbolar la palabra bienvenido, no puedo dejar de llamarlo sincronía.
Desde aquella primera estadía empezamos a cultivar una entrañable amistad que con el pasar de los años nos condujo inevitablemente a embarcarnos en la elaboración de este proyecto. Juntos recorrimos la escarpada geografía de las islas, sus prístinas aguas, establecimos un sinnúmero de vínculos con sus habitantes y nos empapamos de los mitos y leyendas que circundan la historia de este archipiélago; por eso, cuando volví al continente después de ese primer viaje prometí regresar.
Hace 30 años empecé mi peregrinaje por las islas que componen el archipiélago Juan Fernández. Desde niño quise habitar los promontorios ultramarinos que alguna vez cobijaron al más célebre náufrago – Alexander Selkirk – y bajo esa premisa zarpé desde el puerto de Valparaíso en febrero de 1993, con la secreta intención de quedarme allí al menos dos semanas.
Mi equipaje consistía básicamente en una carpa, algunos víveres y mi cámara fotográfica. Sin embargo, mi sorpresa fue grande al caer en cuenta de la cantidad de días que permanecí en dicho territorio insular: estos ya sumaban dos meses.
Así partió mi profundo amor por estos espacios ultramarinos.
Mucho tiempo ha transcurrido desde ese primer viaje, pero cada vez que comienzo a recapitular las sensaciones que experimenté en esa inicial travesía, invariablemente llego a un hecho anecdótico. La primera persona que me saludó cuando desembarqué en el muelle de San Juan Bautista fue Pedro Niada; a ese simple acto de saludar y enarbolar la palabra bienvenido, no puedo dejar de llamarlo sincronía.
Desde aquella primera estadía empezamos a cultivar una entrañable amistad que con el pasar de los años nos condujo inevitablemente a embarcarnos en la elaboración de este proyecto. Juntos recorrimos la escarpada geografía de las islas, sus prístinas aguas, establecimos un sinnúmero de vínculos con sus habitantes y nos empapamos de los mitos y leyendas que circundan la historia de este archipiélago; por eso, cuando volví al continente después de ese primer viaje prometí regresar.