Cuando Gabriel me pidió que escribiera una pequeña reseña sobre esta carpeta de relatos e imágenes de connotados personajes que conforman esta seguidilla de narraciones captadas con evidente destreza; me acordé en seguida de un episodio que me tocó vivir hace algunos años.
En el ámbito policiaco, por lo menos en términos novelescos, el vocablo Retrato Hablado es una expresión bastante frecuente. Me sucedió en un escondido pueblo del norte; en el marco de una curiosa investigación, un tipo cuyo nombre no recuerdo me pidió que identificara a un personaje en una añosa fotografía y apenas la tuve frente a mis ojos, no pude reconocer a nadie de manera concreta. Sin embargo, de aquella imagen se desprendieron otras aristas, aparecían olores, representaciones de otro tiempo y la fotografía en cuestión pasó a ser solo un recurso que me condujo a viajar a otros espacios.
Ese solo hecho ya me pareció fantástico.
El territorio que se muestra de manera velada, muchas veces tiene características infinitamente más atractivas que el propio terreno; porque a partir de ese hecho azaroso, este te conduce a indagar en otras vertientes, a rastrear en esos pasos distantes; tal como escribió el propio Gabriel en su libro de viajes – detrás de toda fotografía invariablemente hay una historia, como la que se desliza en cada una de las imágenes que presenta este libro –
Ese párrafo fue el punto de partida para empezar a hablar de esta obra.
Supongo que un sujeto de la talla de Bernardo Leighton, que posa casi moribundo frente al lente de Gabriel, este supone una delicadeza, un ademán, un gesto de respeto. Pero no señores; esa imagen se acopla al diálogo que tuvieron en la sala y muta en forma de documento para que pueda ser apreciado por futuras generaciones. Las historias que se tejen detrás de estos retratos, son francamente un enigma; y no porque exista una complejidad para observarlos, muy por el contrario. La descripción que el autor hace de las circunstancias propias de la escena; posibilitan ciertas conjeturas, asoman
otras elucubraciones, imaginando un sinnúmero de ardides, qué con su sola presencia, hacen que me desplace por esos instantes que no volverán a suceder jamás y que afortunadamente quedaron detenidos en este repertorio de fotogramas. El azar tiene una presencia muy marcada en estas instantáneas, casi como un dogma, casi como si ese tópico estuviera escrito de antemano. Por eso es sabido que los cultores de la imagen de alguna manera están supeditados a ese albur, a indagar en ese instante decisivo. Porque si parpadeas solo un segundo y ese guiño te distrae de la meta, dicho momento desaparece inapelablemente de la línea y se esfuma como lo hace la estela de un barco, que navega en alta mar.
Entonces, homologando esa vista que posees desde la popa, pasas a otro informe y mientras volteas a la página siguiente, aparece una historia peculiar y vuelves a comprar un diminuto pasaje que te sumerge en un ambiente circunscrito al oficio que relata. Y transitas desde la estampa de Raúl Ruiz al escepticismo de Bob Dylan, del carisma de Marta Harnecker a la hidalguía de Sybila Arredondo, pasando por la prosa irreverente de Enrique Symns y los versos de Joan Manuel Serrat. Un cúmulo de personajes que te van guiando a través de esta narración fantástica y que invariablemente te sitúa en los ojos del fotógrafo.
Alexander Kirkov